Gonzalo Garcia Pelayo llega con ésta a su décima y última película de esta segunda serie en tres años y lo hace cerrando un ciclo que se abrió con el desamor de “Bruna” (2023), para finalizar con una roadmovie religiosa en “Al sur del Mekong” (2024), ambas con absoluto protagonismo femenino.
La fértil y fluvial geografía de Vietnam marca el desarrollo y el aura de la historia dividida en seis capítulos sobre esta religiosa laica consagrada que porta desde Argentina la Virgen de Luján para depositarla en una parroquia de Saigón (Ho Chi Minh). Una “excusa” que nos permite gozar de esos humedales, de esos laberintos fluviales, de su vegetación, que conforman el delta del río Mekong, prodigio natural omnipresente en esta película que conjuga aventura, misticismo, destino y fe.
Trabajo con una gran y cuidada factura (que me retrotrae a sus películas en India y Sri Lanka), con planos de una belleza plástica y pictórica difíciles de olvidar en localizaciones exteriores, poderosas en arquitectura y naturaleza salvaje. También hay interiores que conducen a la introspección (excelente el plano de ella acostada en la cama con la mosquitera, que podría atribuirse a cualquier película clásica en ambientes orientales), a la intimidad y reflexiones continuas en el curso de los numerosos ríos de esta mujer mística (muy bien interpretada por Laura Névole, que sostiene un primerísimo primer plano que cualquier actriz no querría por esa iluminación de medio día que tanto gusta a Gonzalo), acompañada de los audios de poemas de Santa Teresa (muy bien recitados), entre otras religiosas, que la conducen entre momentos de casi levitación y dudas.
Hasta el minuto trece no escuchamos ninguna voz humana, pues existe en esta película una apuesta también por el silencio y una exquisita elección musical que provoca una elevada y envolvente atmósfera al relato. Hay algo de ceremonia en la forma de andar de Altagracia, en cómo se hacen dulces de coco y huevo, en las mujeres que reman, en los atardeceres, en la belleza de la gastronomía del país, sus mujeres y niñas; en la forma de entrar y deambular en el plano final de la Iglesia sublimado por el “Cantus in memoriam Benjamin Britten”, de Arvo Pärt.
Película con una estructura fluida, lenta como el curso fluvial, con aire documental, hasta clásica para ser de García-Pelayo, pero que deja su sello al sorprender rompiendo ese pulso orgánico con la introducción del tráiler con más dinamismo y que aporta a la narración lo que queríamos saber y el devenir de la historia en unos breves minutos.
Gonzalo cierra esta serie saliendo un breve instante por única vez, dolorido, sin hablar, con su hijo Iván y su dulce nieta, pero curado por esta mujer sanadora, tranquila y abierta a conocer a todo aquel que se encuentre y conocer también un país marcado por los contrastes de tradición-modernidad.
Hace dos años escribí sobre Cine Fluvial. Estaría sin duda esta película por la gran presencia del agua y por el bello poema elegido por Pablo Ragoni que resuena sobre el río, de Juan L. Ortiz, un poeta argentino (puesto en femenino):
Regresaba
– ¿Era yo la que regresaba?-
en la angustia vaga
de sentirme sola entre las cosas últimas y secretas.
De pronto sentí el río en mí,
corría en mí
con sus orillas trémulas de señas,
con sus hondos reflejos apenas estrellados.
Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
Me atravesaba un río, me atravesaba un río.
¡Me atravesaba un río!