“Las cosas que entran en una mano, eso es lo que tengo para armar un mundo”.
En qué tranquilidad me sume esta película (que se estrena ahora en Argentina después de pasar por festivales) en estos días un tanto complicados y con qué rotunda lucidez sería capaz de eclipsar un verano anodino e invadido en las salas de cine por explosiones monocromáticas y grandilocuentes. Esta película argentina -qué grandes momentos me está dando el cine de ese país estos dos últimos años en que veo que existe algo más allá de los que nos venden en circuitos habituales- rebosa sencillez desde su título, no engaña, no es pretenciosa, no se rige por códigos a seguir. Es simplemente una historia humana, de personas a las que les suceden acontecimientos habituales, que nos son comunes y cercanos, que desprende una cotidianidad a la que le saca mucho partido el director, apoyado en la solidez de las interpretaciones femeninas. Y qué difícil es eso.
Una película con un tempo elástico, en la que el mimo haciendo la masa para un pan y envolverlo en un trapo, una mirada a través de una ventana, un abrazo callado, un paisaje y una conversación adquieren significado por sí mismos. Imágenes naturales, sabiamente repletas de una sutil emoción que va in crescendo conforme vamos sabiendo más de los escasos personajes de la historia.
Mujeres con el nexo de la amistad y la maternidad en una etapa algo estática existencialmente, en un proceso de cambio que parece tener un punto de inflexión en el único elemento “sobrenatural” que surge al inicio con esa gran estrella fugaz que ilumina el rostro nocturno de la protagonista en su ventana. Un acontecimiento que provoca una alteración en ese estado de inercia de aparente serenidad, latente, deseoso calladamente de la protagonista, Eva Bianco -urgente destacar el trabajo de esta actriz que ya me deleitó en “Sobre las nubes”, y que aquí enseña con pericia lo que es un ejercicio de contención y capacidad de emocionar con su rostro y mirada- que se embarca en un viaje con su mejor amiga en busca del cercano lugar de caída de ese meteorito. Como los personajes “stalkerianos” de la película de Tarkovski en ese espacio abstracto con una incesante búsqueda existencial.
Poesía y verdad en la sencillez, en abrazos y miradas en silencio elocuentes, en espacios naturales que las acompañan en su trayecto vital, en cómo sugiere a través del ojo y el oído, en ese transcurrir del agua del río, cine que remite a lo sensorial. Sentimientos que quedan en fuera de campo, pero que se intuyen. Que no es poco, no. Es mucho más que suficiente, porque es lo esencial.
Aderezada por los poemas de Roberta Iannamico en plena naturaleza, a la que se alude diciendo que vive muy cerca y que nos conducen a lo básico, a lo necesario, a lo importante, en definitiva. Poemas recitados por las protagonistas mientras caminan, mientras reflexionan sobre la pérdida de un ser muy querido, la soledad, la aparente frialdad entre ellas, el posible distanciamiento, el reproche sobre mutismos que encierran mucho, por miedo a exponer lo que desestabiliza y desmorona. La vida misma quizá impregnada de misticismo en esa búsqueda del cráter por el impacto como otras personas del pueblo que vemos en oleadas sigilosas subir colinas, hasta conseguir llegar al lugar. Sin resonancias espectaculares, ni estridencias, esa enorme piedra multicolor proveniente del universo será tocada en intimidad y marcará el momento telúrico de la vuelta en sosiego, de la despedida y del encuentro con el otro vértice, que es la hija, para formar el triángulo que se había quedado huérfano.
Primera película que le veo a este director, pues no había tenido aún la oportunidad, teniendo la absoluta certeza de que no será la última, pues me ha generado más interés en otras películas con más mujeres a las que da voz, a las que mima en sus personajes. Quiero dar las gracias a Gonzalo Garcia Pelayo , productor de la película a través de Serie Gong Cine Argentina, por la confianza depositada.