Crítica de José Manuel Cruz a Siete Jereles en El Imparcial
TRIBUNA
Crítica de José Manuel Cruz a Siete Jereles en El Imparcial
Siete Jereles: recreación y re-creación
lunes 07 de noviembre de 2022, 19:26h
Escritor y crítico de cine.
Este domingo 6 de noviembre, en el marco de la Sección Oficial del Festival de Cine de Sevilla, se ha proyectado Siete Jereles, séptima entrega del proyecto “El año de las 10 + 1 películas” de Gonzalo García-Pelayo, y que, en este caso, se trata de un documental codirigido por él y Pedro G. Romero que retrata ampliamente la esencia del flamenco nacido y desarrollado en Jerez de la Frontera. Siete Jereles surge y se relaciona directamente con otro documental anterior de ambos directores, Nueve Sevillas (2020), en el que la ciudad protagonista era la capital hispalense. De hecho, durante el desarrollo de una entrevista que realicé a ambos en enero de 2021 para la revista digital Cine Arte Magazine con motivo de su estreno, fue cuando Gonzalo propuso a Pedro realizar en Jerez una película que tuviera el mismo espíritu que el de la que habían hecho en Sevilla (por tanto, soy de los pocos, no sé si el único, que puedo presumir de que existe una película cuyo proyecto nació el transcurso de una entrevista realizada por él mismo y, por ello, me resulta imposible no contarlo y referirlo). Sin embargo, dicho esto, a continuación hay que dejar claro que Siete Jereles no es una mera repetición de Nueve Sevillas con un simple cambio de escenario sino que es un film con entidad propia y autónoma y que significa un paso adelante en relación al anterior. Y no es la diferencia menor entre ambos títulos el hecho de que, si Nueve Sevillas podía ser etiquetado como documental sin excesivos reparos, esa misma etiqueta se le queda pequeña a Siete Jereles ya que los elementos creativos que aparecen en este desbordan con amplitud los márgenes de esa definición.
Nueve Sevillas era una película tanto sobre Sevilla como sobre el flamenco, el nuevo flamenco y los márgenes del flamenco nacido, cantando y escuchado en Sevilla, sobre la ciudad y sobre la creación que hervía en ella y en torno a ella. Siete Jereles, en cambio, está centrada muchísimo más en el mundo flamenco de Jerez, con todas sus vertientes, ramas, vástagos y variantes, y, aunque el espacio urbano también está claramente presente, tiene mucho menos protagonismo que en el film anterior. Por ello, Nueve Sevillas era un recorrido geográfico por la ciudad y un viaje temporal desde la tarde de un día hasta el mediodía del día siguiente, mientras que Siete Jereles queda cristalizada como si se desarrollara en una única noche, en una madrugada infinita en la que cabría el cante del pasado, el cante del presente y el cante del futuro, lo sagrado, lo profano y lo pagano, lo espiritual y lo carnal, lo clásico y lo herético. Porque, como dice uno de los rótulos que aparece a lo largo del film, “la noche es la casa del flamenco” y, también, como explican dos de las participantes en la película, “la noche tiene ese poder como de parar el tiempo, que dices tú que puede ser una noche de ahora mismo como puede ser una noche del siglo XIX”. Se elige la noche para hablar de cualquier noche y de cualquier día, de todas las noches y de todos los días, de cualquier época y de cualquier momento, para llegar a descubrir esencias profundas y relevantes.
A lo largo de Siete Jereles, ya desde la primera secuencia, vemos a Gonzalo García-Pelayo caminando hacia atrás. No creo que sea solo para expresar el carácter contracorriente que impregna al director (que también) como para sugerir al espectador que vayamos río arriba, que realicemos un esfuerzo de introspección que nos desconecte de las apariencias rutinarias y que nos ayude a alcanzar esbozos de certezas deslumbrantes que son desafíos a los dogmas establecidos y a las convenciones aceptadas por pura pereza. En gran medida, Siete Jereles acaba siendo para el espectador una “experiencia inmersiva”: su atmósfera nocturna, los paseos con los que acompañamos a las conversaciones de los personajes que aparecen en ella y los increíbles siete planos-secuencia en los que se van encadenando diferentes actuaciones musicales nos conducen a una especie de trance, de performance hipnótica, que nos sumerge en un torrente de sensaciones que parecen ubicarse entre el sueño y la vigilia, entre la consciencia y la ensoñación, entre lo tangible y lo onírico. Tras ese primer caminar hacia atrás de Gonzalo García-Pelayo, en el mismo comienzo del film, abandonamos el entorno urbano y nos dirigimos al campo, donde contemplamos una manada de caballos que entran a galope en la ciudad, caballos que se van convirtiendo en un motivo omnipresente en las diferentes secuencias que se van sucediendo: los caballos no solo como una de las señas de identidad básicas de la cultura jerezana sino como símbolo de esas manifestaciones artísticas, el flamenco entre ellas, que enraízan en lo animal (algo que ya se expresaba con nitidez en Nueve Sevillas), en pulsiones que van más allá de lo consciente y lo intelectual para sustentarse en impulsos básicos y primigenios que se resisten a ser transmitidos por la vía de un lenguaje convencional y adocenado.
Es inevitable pensar que esos elementos atávicos y ancestrales son asumidos, procesados e interpretados por cada cultura de forma diferente y que la perspectiva particular de cada una de ellas acaba influyendo en las manifestaciones creativas y artísticas que brotan de la misma. El flamenco, por ello, no debería ser considerado como una disciplina cerrada y aislada de su entorno sino que responde a las claves de una cosmovisión que, en última instancia, es nuestra cosmovisión (la de un país bimilenario que ha nacido de un cruce increíble de pueblos y culturas provenientes del Mediterráneo y de ambos lados del Atlántico). Y, al mismo tiempo, tampoco debe ser considerado como arqueología sino como materia viva que aún puede hablarnos del mundo y de nosotros mismos. Es así que Siete Jereles no solo recrea los perfiles del flamenco jerezano actual y de sus periferias sino que los re-crea, los transforma, los reprocesa, los reconvierte para vivificarlos y hacernos ver que aún pueden recorrer sendas nuevas, sorprendentes y desconocidas. Conocer y dominar el flamenco no sería solo conocer y dominar la historia de la disciplina o un estricto canon cerrado de aquí a la eternidad sino descubrir todas las propuestas que han surgido de él para, a partir de la tradición, conectar con la modernidad.
Tanto todos los artistas que van pasando por la pantalla (entre ellos, José de los Camarones, Los Mijitas, Carmen Herrera, Dani Llamas, Alfredo y David Lagos, Diego Carrasco Family, Joaquín El Zambo, Elu de Jerez, Manuel Cantarote, Los Delinqüentes, Ezequiel Benítez, Rafael El Zambo, María Jerez, Tomasa La Macanita, Manuel Valencia, Dolores Agujetas, El Faraón, Manuel de la Nina, Tomasito) como Nueve Sevillas y Siete Jereles por sí mismas no solo pueden ser contemplados como ejemplos del carácter vivo y dinámico del flamenco sino, yendo más allá, del carácter vivo y dinámico que puede llegar a tener la cultura española, tan zarandeada, distorsionada y paralizada tantas veces por dirigismos oficiales estériles y por manifestaciones culturales ajenas triunfantes gracias al marketing y las megapresupuestadas campañas de promoción. Nueve Sevillas y, sobre todo, Siete Jereles acaban siendo, de esta manera, algo más que meros documentales, son auténticas creaciones audiovisuales que, a partir de elementos reales y palpables, inauguran y pregonan nuevos caminos capaces de continuar y prolongar el fascinante legado de nuestro pasado, enriqueciéndolo y extrayendo de él sus genuinos significados. De este modo, la proyección de Siete Jereles en el Festival de Cine de Sevilla no cabe ser considerado el mero estreno de una película sino como un acontecimiento cultural de primer orden que es, al mismo tiempo, reivindicación, estímulo y rejuvenecimiento de una parte esencial de nuestro patrimonio espiritual.
Fuente: https://www.elimparcial.es